sábado, 26 de noviembre de 2011

El Chupi-chupi clandestino: ¿prohibir es la solución?

Por: Antonio Enrique González Rojas
  Arrepentido estoy de no haber visionado la Mesa Redonda donde el Ministro de Cultura, Abel Prieto, asumió probablemente la primera acción “real” contra la excrecencia que representa el reggaetón para la música cubana: dígase la expulsión del video clip del tema El chupi chupi, del tal Osmany García, patéticamente autotitulado La Voz (¡Ay, Frank Sinatra y Maggie Carlés!), del parnaso legitimador de los Premios Lucas 2011. De probada incapacidad para trascender sus magros y marginales orígenes, a diferencia de los  imprescindibles danzón, jazz, tango, blues, soul, rap y demás géneros que marcaron la faz del siglo XX para Cuba y el mundo, emergidos de los contextos más humildes  y discriminados, el reggaetón acusa más de una década de entronizamiento en los circuitos nacionales de la música comercial, el audiovisual, el cabaret y las empresas clandestinas de grabación, generando pingues ganancias para sus cultores, también autoinvestidos como “máquinas de hacer dinero”, al estilo de la baratija patriotera del Baby Lore y su vulgar cohorte de epígonos.
  Huero hasta la ningunidad más ingente, el poco tiene que ofrecer para la posteridad, fuera de la adscripción ciega de millones de cubanos, ignorantes de las diversas calidades pasadas y presentes con que se ha tejido el complejo entramado sonoro criollo, cimentado en pilares que van desde Esteban Salas hasta Leo Brower, desde Miguel Failde hasta Benny Moré. El pobrísimo espectro melódico, las más raquíticas letras y la ínfima ralea de su principales “estrellas”, hacen del reggaetón terrible heraldo de generaciones cubanas, extraviadas en el peor de los analfabetismos culturales. No pude menos que congratularme, cuando conocí de amada voz que el consabido pretexto esgrimido por Lucas de sólo valorar la factura visual y no musical, no bastó para evitar proscribir del templo al oneroso comerciante que amenazaba obtener el Premio al Video más Popular y peor, al Video del Año, para una nueva validación del engendro. Vengado me vi de las interminables horas que he pasado en ómnibus ASTRO, obligado a visionar en los circuitos televisivos internos los infinitos galimatías reggaetoneros, hasta el  mismo borde del colapso nervioso, así como otros periplos en máquinas de alquiler, bajo semejantes y ensordecedoras condiciones. Mi regocijo no tiene límites, a la verdad…
  Mas, un tanto aplacado el primer entusiasmo por la estocada institucional, que requirió de una iniciativa del más alto nivel ante la inacción y la negligencia más escandalosas de las organizaciones artístico-mediáticas encargadas de jerarquizar las propuestas estéticas, me pregunto si esta “cura de caballo” es solución viable para acotar la avalancha de mediocridad que nos embarga. ¿La prohibición ha sido alguna vez útil, a largo plazo, para destronar el mal gusto de una sociedad abocada al caos gnoseológico, al retroceso intelectual, al extrañamiento más catastrófico respecto a su cultura?
  Sabemos que cualquier tipo de veda confiere a las cosas condenadas un atractivo extra entre los seres humanos, quienes satisfacen sus flujos de adrenalina con la violación de los tabúes, sean los que sean. Lo prohibido se nimba de leyenda, hiperbolizándose hasta lo sacro y mítico. No hace falta enumerar perogrullescos ejemplos. Sobran.
  Precisamente, el carácter clandestino que inviste al reggaetón cubano desde sus propios orígenes a inicios del siglo XXI (recuerdo mi época universitaria, cuando los temas del santiaguero Candyman brotaban de los bicitaxis habaneros como la mala hierba), ha determinado en cierta medida su proliferación, amén de apelar a los instintos sexuales, violentos y egoístas más básicamente animalescos del homo (no) sapiens, que garantizan su perennidad. Su continuo reptar a espaldas de los circuitos oficiales de grabación, hasta rendirse estos a la imbatible oleada (si no puedes con tu enemigo…ábrele las piernas), le ha creado una aureola de alternatividad y rústico sensualismo, cual cornucopia que mana interminable hedonismo.
  Súmesele a esto la prolífica empresa que representa la grabación de fonogramas y filmación de videos clip a estos grupúsculos, más peligrosos que la “mafia miamense” y la “disidencia” interna en tanto amenaza para la integridad nacional. Verdaderas cumbres estéticas se han alcanzado con varias de estas producciones, promocionadas y galardonadas por Lucas, validándose lo peor con lo mejor. Y tras el ya muy obsceno tema de El pudín, aparece la jerigonza del Chupi chupi, cuya sandez ha sido, al menos, igualada por el bodrio promocionado por Kola Loka, intitulado A la my love, delatándose cuán profundo es el abismo al que nos dejamos conducir alegremente por el reggaetón. ¿Qué hacer entonces en un panorama donde los medios “oficiales” han perdido toda preeminencia en la percepción de un cubano del siglo XXI, para quien es muy barato y gratis incluso, sumergirse en corrientes alternas de consumo audiovisual?
  Consciente de la incapacidad para desterrar del gusto masivo nacional el terrible género, el Ministerio de Cultura remonta el sendero de la guerra, el warpath  de Gerónimo, Toro Sentado y Caballo Loco, lanzando pírrica y suicida arremetida contra el monstruoso campeón de la mediocridad, so pena de extender un tiempo más la fama del tema de marras, el cual se mantendrá entre Lo más pega´o del piso 13 y otros cuentos de horror, de la mala música cubana. Este acto, sin dudas muy desesperado, quizás represente una reacción cualitativa de la institución, queno debe permanecer como acción aislada, sino complementarse de la intensa promoción/validación de casi ignorados talentos, quienes, contra ignorancia y marea, hacen buena música. Quizás implique un repensamiento de los espectáculos de premiación, en tanto la participación de elencos. Quizás hasta Lucas se recualifique. Quizás, quizás, quizás…bueno, al menos soñar no cuesta nada. La cuestión es que esta actitud huele a suicidio, pero igual la considero muy valerosa, a la vez que delata la inacción de los diversos responsables de alzar barricadas de buen gusto ante los chacales, insurrectos y gente de dudosa zona, que asolan las planicies del gusto mayoritario cual salvajes tártaros. Como sea, felicidades Ministro…     
    
      

jueves, 17 de noviembre de 2011

¡CCCP, aparta de mí este cáliz!

Por: Antonio Enrique González Rojas
  Como la dominación debe ir precedida de la preeminencia cultural, so pena de provocar la más implacable reluctancia de quien ve invadida la médula nacional, sobre el lecho de Cuba se concertó a toda prisa, hace más de medio siglo, un erecto entramado ideológico, desde el cual fueron desplegadas banderas carmesíes. Alzáronse agudas hoces y pesados martillos, blandidos todos por matrioskas de siete colores, que volaron de Este a Oeste con el viento, y regresaron en un momento, tomando al Norte por guía. Nunca olvidando que al caer, lo que les fue pedido hubieron de hacer. Sobre las palmas cayó la nieve artificial, y el zarevitz Iván, Kashéi el Inmortal, Vasilisa la Hermosa y el Caballito Jorobadito repartieron revistas Misha a los pioneritos tropicales, mientras que las zanahorias fueron sustituidas, en las faces de los muñecos de nieve, por agudos misiles.
  La cartulina Krásnaya Dream, del artista cienfueguero Camilo Villalvilla, resume con inquietante lucidez, la impronta ruso-soviética sobre Cuba, tópico axial de la exposición colectiva Да конца! (Da kantsá!), que reúne en la galería Maroya, de la sede cienfueguera del Fondo Cubano de Bienes Culturales, a cinco bogatires sin coselete, que dan personales testimonios plásticos sobre la brusca irrupción de las  gélidas tradiciones eslavas sobre la campiña, cual Don en llamas que nos inundara inclemente. Villalvilla, Alain Martínez, Juan Karlos Echeverría, Rolando Quintero y Jorge Luis Sanfiel, desde sus respectivas y contrastantes estéticas de sino gráfico, mixto y naif, se conglomeran en las paredes del espacio expositivo, sin ánimos de conciliar visualidades, deviniendo llamativo valor de la muestra, la incordiante pluralidad de perspectivas y posturas.
  Fantasías arquitectónicas, donde la aguja del Kremlin moscovita se multiplica en los brazos de una orden al valor, y las cúpulas acebolladas de la catedral de San Basilio brotan en los flancos a la catedral habanera, cual gendarmes que custodian la fe; una Matrioska de colorida letalidad, cuyas esquirlas volarán como pájaros primaverales; el color rojo compartido con la gaseosa Coca-Cola, por la Hoz koljosiana y el Martillo proletario. Tales son las semiosis establecidas por Camilo en sus lienzos, cartulinas y escultura, de nítida línea y alto Ph.
  Desde una vivencialidad dolorosa, JK apela con sus piezas de pequeño, pero intenso formato, a los fundamentos eidéticos de quienes plantaron rojos pendones sobre el costillar de la ínsula, pretendiendo acuchillar, a materialismo limpio, la raigambre mística de la Isla, proscribiendo lo real maravilloso por unos años de intolerancia ateísta, tan fallida como impostada.
  Alain parte igualmente del efectivo rejuego iconográfico, redimensionando caracteres, símbolos y objetos cuya huella en la memoria colectiva ha sido relegado a la amable nostalgia y la pintoresca remembranza. El creador recurre a ellos desde una ironía casi corrosiva, rememorando sin benevolencia, más bien atajando al zarevitz que cargó la Isla en peso, y el magro volatín de la utilizada nación en medio del coqueteo belicista entre ambiciosos titanes.
  Hacia zonas más benévolas de la memoria, apelan las telas de sesgo naif concebidas por Quintero, donde quien creció hojeando las multicolores páginas de los libracos cromados editados por Ráduga y Mir, se reencontrará con las brillantes grafías folkloristas que acompañaban los cuentos tradicionales y epopeyas legendarias recogidos en estos volúmenes, exotismo medioeval que coexistió con los cuentos de Juan Candela.
  Sanfiel difumina un tanto las referencias directas a la huella cultural rusa en tierra cubana, describiendo la muerte de un gran gato, súbita para quienes lo veían cual monolítico ente inmortal, siendo acompañado su último periplo por alegre fanfarria de ratones. Otros felinos, quizás en momentáneo desarraigo, esquían en la nieve extraña, mientras los demás retan su fibra de bebedores tropicales, echándose al coleto flamígeros tragos de vodka Да конца!, apurados hasta las heces sin respirar hasta que se divise el fondo de los cálices, donde Cuba agrió más su vino de plátano con el violento alcohol estepario.

     

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Danza Contemporánea de Cuba en el Terry: filosofando con los cuerpos

Por: Antonio Enrique González Rojas
  La eclosión de una generación humana, más definida por sus signos culturales y común alarido de independencia/supremacía, que por las marcas etarias; las conflictualidades endo y exógenas, generadas a partir de las divergencias entre propósitos individuales y grupales, con la consecuente segmentación en comunidades o meras unidades, discordantes hasta el antagonismo más recio, que acusa fracturas irreconciliables entre los congéneres; los nexos dialógicos establecidos entre las partes opuestas que recuperan la plural unidad generacional; son estos algunos de los aspectos de las dinámicas psicosociales metaforizados por el coreógrafo cubano George Céspedes, en la pieza Dejando el Cascarón, primera de las tres propuestas que la compañía Danza Contemporánea de Cuba hizo al público cienfueguero, entre el 11 y el 13 de noviembre, como parte de la IX Temporada de la Danza auspiciada por el Teatro Tomás Terry.   
  Describe la coreografía, desde una electrizante intensidad que no merma, la evolución dialéctica por los diversos estadíos de un emergente conjunto de homo sapiens, coligados por factores temporales, afectivos, intelectuales y/o geográficos, quienes paulatinamente toman conciencia de la autonomía de su poder colectivo, para consolidarse como nueva cúspide social, una vez desaparecidos los predecesores, por ley natural o artificial.
  A la vez que se brega por la preeminencia grupal, va desgranándose la ilusoria homogeneidad de propósitos y percepciones. Cada ente remonta o traza senderos diferentes, convergentes fortuitamente, o divergentes de la manera más violenta, con los atajos existenciales transitados por otros semejantes. Las interacciones entre elementos cada vez más diversos y discordantes, licúan la maciza médula grupal, deviniendo la citada generación en magmática y hasta contradictoria amalgama de singularidades opuestas, que terminará por diluir todo resto de la primigenia unidad. Persigue Céspedes articular un profundo análisis socioantropológico sobre el ser humano, más allá del impacto sensorial conseguido por su música de raíces techno, y las interpretaciones danzarias de alta expresividad logradas por los jóvenes bailarines, méritos de la propuesta que allanan el camino en la percepción de los públicos, para cavilaciones más complejas.
  Con la segunda propuesta, La Ecuación, de sino más íntimo, el creador plantea interrogantes filosóficas y hasta metafísicas, de mayor abstracción, acerca de la recombinación dialéctica de sucesos, decisiones, causas y azares, los cuales complejizan hasta la locura, la gordiana madeja de la existencia humana. Desechada queda de antemano toda simplificada linealidad, que haya podido ser elucidada por modelos reductores con pretensiones absolutas. Dentro del esquemático cubo, que circunscribe el espacio de acción coreográfica, los cuatro simbólicos “elementos” representados por los bailarines, se recombinan en infinitas posibilidades, generadoras de otras infinitas dinámicas factuales, cual fractalizado marasmo de eventos, impredecibles por la limitada preceptiva humana.
  Entre Dejando el cascarón y La Ecuación, varía la concepción coreográfica de Céspedes, pasando de la visceral emotividad de la primera, a una casi gélida interacción entre bailarines, quienos no representan personas o caracteres, sino factores, abstracciones que acusan perenne relativización de toda pretensión por encasillar la “realidad” en finitas y predeterminadas dimensiones.
  Con el mundialmente estrenado MeKniksmo, el coreógrafo retoma la cuerda socioantropológica, desde una visualidad art decó que remite casi instantáneamente a cintas imprescindibles como Metrópolis (Fritz Lang, 1927) y Tiempos Modernos (Charles Chaplin, 1936), sobre todo a la primera, donde se desarrolla, entre los operadores de las incomprensibles mega maquinarias, una coreografía muy similar a la de marras. Céspedes recontextualiza y contemporiza el discurso cuasi bolchevique sobre la alienación en la sociedad industrial, de la masa indiferenciada, reducida por los núcleos de poder (ya sea industriales, políticos o ambos) a mero herramental, perfectamente manipulable y reemplazable. Condición a que muchas veces se somete el ser humano de manera inversa, sacrificando todo rasgo de auténtica individualidad, y por ende de integridad, en pos de pertenecer al seductor mecanismo social, donde los engranajes aceptan a otros engranajes que siguen sus mismas rutinas, sin desplazarse un segundo de lo previsto. Todo está bien, todos somos terriblemente iguales, a eso aspiramos, a ese amargo altar sacrificamos nuestros atributos, el engrasado mecanismo social seguirá funcionando según el plan de producción. Las relaciones entre los “sólidos resistentes, móviles unos respecto de otros, unidos entre sí”, son perfecta y tranquilamente predecibles.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Rosilyn, la hija del carnaval: ¿Recital desafinado o monólogo sin dramaturgia?

Por: Antonio Enrique González Rojas

  La nocturnidad bohemia, el glamour cabaretero y sus desenfrenadas estrellas de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, han sido validados como discursos artísticos de gran lustre estético-conceptual, espacios genésicos de cumbres creativas, gracias a la obra plástica, cinematográfica, literaria, escénica cubana y mundial, empezando por la propia cartelística de Henri de Toulouse-Lautrec; cintas como El Ángel Azul (Josef von Sternberg, 1930), los dos Moulin Rouge (John Huston, 1952 y Baz Luhrmann, 1999), Cabaret (Bob Fosse, 1972) y Chicago (Rob Marshall, 2002), basadas estas dos últimas en sendas obras de Broadway; la literatura del cubano Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres, Ella cantaba boleros y La Habana para un Infante difunto), y el teatro cubano reciente, con obras como Delirio habanero (Alberto Pedro) y La Gran Tirana (Carlos Padrón), que rememoran, libres ya de exacerbados prejuicios, el pasado largo tiempo anatemizado.

  Sobre esta misma cuerda pretendió retornar la pieza Rosilyn, la hija del carnaval, del elenco francés Ruby-Théâtre,  que inauguró noviembre para el Teatro Tomás Terry, como nueva subsede del Festival Internacional de Teatro de La Habana, en su edición 14. Escrita (si es que zurcir burdamente textos de autores conocidos como Antonin Artaud y Guillermo Cabrera Infante puede ser catalogado como acto dramatúrgico), y protagonizada por Mirabelle Wassef, la pieza desconcierta desde los primeros momentos al espectador, desatando sobre el escenario un amasijo gordiano de temas distintivos de Edith Piaf, La Lupe y la oscuramente legendaria Fredi, figuras que descollan en el panorama artístico por sus muchas veces escandalosas singularidades conductuales, físicas y sobre todo vocales.

  Contra estas condiciones arremete ni corta ni perezosa la Wassef, haciendo gala de una voz apenas entonada, irrespetuosamente inferior a los precedentes citados, complementada por una poco agraciada interpretación instrumental en vivo de los músicos acompañantes, quienes, para más degradación de los temas interpretados, se empeñaron en remitir la memoria a los musicastros medievales que complementaban con laudes onerosos, las actuaciones de saltimbanquis trashumantes.

  Las melodías, alternadas con debilísimas declamaciones (carentes de la organicidad suficiente para clasificarlos de interpretaciones) de textos literarios en casi caótica inconexión, refrendó la ausencia de todo sentido común dramatúrgico, o al menos de construcción de sentido. Rosilyn… es además un despliegue inusual de torpezas gestuales, mala coordinación de movimientos escénicos, total monotonía de acción y texto. Quizás en un afán por diluir demarcaciones entre teatro y espectáculo, validar al teatro como espectáculo, hacer teatro-espectacular, o sólo Dios sabe qué rayos, la autora-directora-protagonista, se desboca hacia abismos de ridícula impericia con cada minuto que pasa sobre el escenario, con cada nota de su limitado registro vocal, con cada irrespeto a las grandes intérpretes que referencia, incluso olvidó en la primera presentación del viernes 4 de noviembre el texto, en momento de cierta intensidad dramática, y tuvo que leer los subtítulos pasados en una esquina del proscenio.

  Quizás la Wassef quiso someter al teatro musical, al cabaret, a la bohemia, a un ingente ridículo de feria. En este caso, el tiro tampoco dejó de salir por la culata, pues para nada se advierte, que conozca los básicos rudimentos del clown o la sátira, los cuales evitan que el propio intérprete se ridiculice, sino el tema o la situación. Rosilyn… es definitivamente todo un marasmo sin sentido, donde terminan diluyéndose intenciones, pretensiones, ideas y conceptos que pudieron subyacer en la concepción original de la obra.  

  La lógica pregunta de quién aún espera asumir esta puesta desde la razón: ¿qué quiso realmente hacer la francesita, un concierto (lo pudo proponer y el teatro lo hubiera aceptado, con todo el rigor técnico de este tipo de presentación), o un anti-monólogo?; empalma con otra, fruto de suspicacias quizás provincianas: ¿por qué nos mandaron esto de La Habana?.  

  Rosilyn… resulta importante aporte al Hall of Shame del Teatro Tomás Terry, donde “destellan” bodrios pasados, como las actuaciones de los humoristas El Yeti, la Perla Negra, la diaspórica intérprete Cucu Diamantes, y las agrupaciones Gen Rosso y SKPAO, gatos por liebre que crisparon los nervios de quienes respetamos a la insigne instalación de las artes en Cienfuegos, y a la inteligencia de los públicos asistentes.           


Bajo el mismo sol, más soledades femeninas

Por: Antonio Enrique González Rojas
  Tras casi una década de contrasentidos telenovelescos Made in Cuba, poco más que una buena sorpresa ha significado la reciente entrega seriada Bajo el mismo Sol para el contexto televisivo criollo, gracias a la sabia decisión de traspolar al audiovisual, el sólido guión concebido para la radio por Fredy Domínguez, bajo las acertadas direcciones de Jorge Alonso Padilla en su primera temporada Casa de cristal, y de Ernesto Fiallo en la actual segunda entrega, intitulada Soledad. Sin llegar a ser catalogados de “autores”, título nobiliario de la aristocracia del espíritu sólo reservado para singularidades como Rudy Mora, algunas obras monotemáticas de Charlie Medina, Alejandro Gil y Ernesto Daranas, los realizadores de marras despliegan suficiente oficio como para aprovechar las bondades del libreto, pletórico de personajes muy bien estructurados, desde cuyas individualidades e intimidades se generan las enjundiosas conflictualidades de las tramas, articuladas sin ánimos explícitos de construir un ambicioso “mosaico social” contentivo de todos los tipos, estereotipos y arquetipos de la contemporaneidad cubana, pues quien mucho abarca…
  Desde una estética convencional, sin búsquedas formales que particularicen el discurso, enrareciéndolo a la larga para la percepción de los públicos mayoritarios, que buscan lúdico sosiego a la familiar “hora de la novela” (dígase emocionarse con los avatares de héroes y heroínas principescos sometidos a situaciones límites), Bajo el mismo Sol ha conseguido, como pocas, conciliar los recursos emotivos del melodrama y la llaneza visual, con la sincera y compleja exposición de problemáticas sociales, en las cuales se debaten para esta segunda entrega, varias mujeres, símbolos respectivos de la maternidad en solitario (Mirtha Lilia Pedro), la soledad sin pareja (Mariela Bejerano), la honestidad harapienta enfrentada a un contexto altamente definido por la posesión material (Beatriz Viñas), el abuso doméstico de sutiles tintes racistas (Tamara Castellanos), la tercera edad conciliadora de los antagonismos de las nuevas generaciones (Asenneh Rodríguez), y repito, sin pretender abarcar todas las aristas posibles de tales casos, articulando el conflicto desde el personaje, nunca subordinando el caracter a una situación.
  La primera temporada trajo a la palestra el tema de la reinserción a la sociedad de tres muy diferentes féminas, quienes cumplieron prisión por causas también muy diversas, tópico casi nada abordado por el audiovisual nacional, amén de honrosas excepciones literarias y televisivas como Su propia guerra. Sobre esta situación base se estructuró el plural andamiaje problémico protagonizado por Ketty de la Iglesia, Blanca Rosa Blanco y Dailenys Sierra, logrando trascender con creces la llamativa peculiaridad, la cual per se, no hubiera podido sostener el interés hasta el final, sin un desarrollo adecuado. Trama inicial que enunció la segunda temporada, paralelamente desarrollada, según los claros indicios dados, que ahora constituyen ligeros nexos dramatúrgicos (repetición de escenas determinadas, apariciones breves de las protagonistas previas como simples extras).
  Soledad, desde unos créditos de presentación y “cortinas” transicionales mucho más elaborados que la casi desagradable rusticidad de Casa de cristal (que para nada se correspondía con la calidad real de la propuesta), apela a situaciones menos inusuales, cotidianas hasta su más prosaica difuminación, en medio de la brega diaria por el pan. Aún así, obtiene una orgánica y progresiva complejización conflictual, donde las muy bien guiadas interpretaciones protagónicas y secundarias no decepcionan las exigencias del libreto original.
  De entre el balanceado y cualificado registro histriónico general, descollan la casi epifánica interpretación de Mariela Bejerano, apenas insinuada en la temporada precedente. Su organicidad y encanto desbordan por la pantalla en cada plano y frase, casi al nivel de la “fuera de serie” Tía, concebida y conseguida por Verónica Lynn para Casa de cristal. Resalta también, el maravilloso oficio del todoterreno que es Raúl Pomares, en un rol de “abuelo” sabichoso y conciliador, el cual, de ser asumido por otra persona, hubiere precipitado en mero didactismo. Sin embargo, el histrión logra emitir, limpio de moralina huera, puras enseñanzas vitales, muy necesarias para tantos progenitores, que exigen de sus vástagos eternos agradecimiento y sumisión, por el hecho de traerlos al mundo sin que éstos lo solicitaran; para tanto progenitor que ve como una carga al hijo necesitado de toda atención, cariño y orientación para ser un humano auténtico; para tanto progenitor, que ve como una molestia al hijo traído irresponsablemente al mundo.
  Sobre esta cuerda se mueve una de las más sensibles tramas: la del jovencito gigantón, torpe, desatendido e incomprendido Rudy, mixtura más amable de los grotescos adolescentes Tyrell, de Monster´s Ball (Marc Forster, 2001)  y Preciosa, del filme homónimo (Lee Daniels, 2009), pero igualmente muy inusual en el audiovisual nacional, excesivamente cuidadoso (hasta caer en una suerte de racismo conmiserativo), en el tratamiento de la otredad marginal en cuanto a raza, niñez y adolescencia, a siglos de los enfoques corrosivos de Tod Solondz (Welcome to the Dollhouse, 1995 & Storytelling, 2001), o Gus Van Sant (Elephant, 2003). La conmovedora y contenida interpretación conseguida por el bisoño Abdel Castro, dota al caracter de entrañable veracidad, encabezando todo un elenco de jovencísimos actores, quienes consiguen emular decorosamente con los más experimentados. Desde el seriado Doble Juego, de Rudy Mora, no había aparecido en la pequeña pantalla criolla, tal decorosa selección de noveles histriones.
  La bastante descarnada exposición de la violencia materna, sazonada de intolerancia e incomprensión, resalta como planteamiento probablemente nunca elevado a palestras principales del audiovisual cubano, con tan minuciosa profundidad y valentía, trascendida toda pacata concepción de la TV como rancio “medio educativo y promotor de valores”. El más bello canto a la maternidad emerge de entre la marisma emocional de la madre incapaz y el hijo infeliz.      
  La violencia doméstica, fenómeno independiente de cualquier abstracción social, es expuesta con igual mesura, gracias a la coherente interpretación del cromagnónico mecánico Saúl, por parte del teatrista Julio César Ramírez, quien con cada una de sus ocasionales intervenciones en la TV (recordar el sobrio y delicado periodista antimachadista de Al compás del Son), y el cine (asumió a Rafael María de Mendive en la biopic cubana José Martí: el Ojo del Canario, de Fernando Pérez), regala inolvidables caracterizaciones de diversa índole. La dirección actoral es refrendada a su vez por un acertado casting. Sin embargo, otra actriz de guisa escénica (La 4ta. Lucía), y el audiovisual indie cubano (Utopía, El patio de mi casa), Beatriz Viñas  aparece demasiado constreñida, en su papel de la trabajadora social Caridad, delatando temores o falta de habilidades ante la cámara televisiva, inusual para ella.
  La edición del seriado de marras, no desmedra tampoco las calidades señaladas, consiguiendo una ágil secuenciación de las acciones, debidamente alternadas y engranadas las diferentes tramas y escenas, sin menoscabo de la comprensión cabal de cada una de las situaciones y su desarrollo independiente.
  Soledad, de identidad, ritmo y concepción claramente diferenciada de la primera entrega de Bajo el mismo Sol, refrenda la calidad de la inusual propuesta socio-melodramática, que complace por igual a críticos y público mayoritario, con el suministro de las debidas dosis de agilidad narrativa, convencionalismo formal (precio a pagar por el acceso a las entendederas de las mayoritarias audiencias), complementado por la solidez y complejidad de los planteamientos, y la efectiva empatía de los personajes. Sin llegar a la excelencia estética, Bajo el mismo Sol se inscribe en los anales de la TV Cubana, como un hito que demuestra cómo se logra un buen producto con magros recursos materiales, gracias al oficio y la claridad de objetivos.      
              
 
       

La guarida del topo: Kim Ki-duk tropicalizado (y de buena manera)

Por: Antonio Enrique González Rojas
  La hermeticidad expresiva de casi gélidos caracteres, bajo cuyos exoesqueletos impasibles (extrañados casi por completo de cualquier posibilidad de cálida empatía con el receptor) subyacen telúricos pasados y emociones, menos que sugeridas, presentidas; reales crisálidas que han generado gruesas cubiertas para proteger la delicada médula, mil veces herida. Tales características son  axialidades fundamentales en la obra del cineasta surcoreano Kim Ki-duk (La Isla; Adress Unknown; Bad Guy; Hierro-3; El Arco; Tiempo; Primavera, verano, otoño, invierno…y primavera), pletóricas las cintas de misantrópicos e introvertidos seres: mujeres abusadas, amantes obsesivos, solitarios vagabundos, doncellas celadas en extremo, madres abandonadas, todos altamente mutilados sentimentalmente, de sentimientos bloqueados o reprimidos por agresivos entes externos, sedientos de redención.
  El intenso silencio; el pausado ritmo de las rutinas gestuales; el universo de sentidos de que está dotada cada acción, corriente hasta lo prosaico; la indagación íntima en las profundidades del alma a partir de sutiles e extensos  flirteos entre cámara y personaje; la historia minimal que no repara en subterfugios y viaja de inicio a fin como veloz flecha lanzada desde tenso arco; pinceladas fantásticas hacia el clímax de la historia, son varios de los principales recursos narrativos y estéticos de los que se vale el singular autor asiático, para articular su más de una docena de piezas.
  Tal algoritmo de creación fue asumido por el realizador cubano Alfredo Ureta (nombre sólido dentro del panorama del video clip de factura nacional), en la elaboración de su segunda entrega fílmica, intitulada La guarida del topo (2011), el más reciente estreno del circuito ICAIC, la cual viene a continuar la línea intimista de la cinematografía criolla, con títulos como Reina y Rey (Julio García Espinosa, 1994), Madagascar, Madrigal (Fernando Pérez,1994 y 2007), La Pared (Alejandro Gil, 2006), La edad de la peseta (Pavel Giroud, 2006), Marina (Enrique Álvarez, 2011), pero remontando un sendero discursivo diferente, apostando por el minimalismo extremo en argumento, narración, personajes, actuaciones.    
  Minimalismo que propicia la amablemente voyeurista intromisión, más bien participación, que de la intimidad más recóndita de los personajes hace el espectador, partícipe del ejercicio de protección contra sí mismo y su pasado, ejercitado diariamente por el personaje principal de Daniel (Néstor Jiménez), auxiliado por la rutina minuciosamente descrita en las primeras secuencias. Rutina sepultada con cada día de trabajo-alimento-artesanía de alambre-autosatisfacción sexual, que ejecuta este ser, congelado voluntariamente en la Cuba de los 1980, con sus chancletas de recia goma, la anacrónica “carne rusa” que parece almacenada con tesón de hormiga durante décadas, el mobiliario de mimbre, el TV soviético en blanco y negro y el radio VEF, donde sintoniza cada día el tema No puedo ser feliz, de Adolfo Guzmán, interpretado por Bola de Nieve, suerte de innecesaria redundancia en la infelicidad del personaje. Pudo haberse obviado también la débil explicación que el tío Raúl (Héctor Hechemendía) da sobre el mutismo de la abusada Ana (Ketty de la Iglesia), en sintonía casi epigonal con la protagonista de Hierro-3 (2004), sin caer en dañinos mimetismos.
  Fuera de estas ingenuidades del guión, nada perturbadoras, La guarida… articula una suave anécdota sobre la revivificación (aunque sea momentánea), de la esperanza en la árida vida de seres marginales no en lo estrictamente social, sino recluídos en el downtown del espíritu, resignados a no vivir, estableciéndose estrecha concomitancia anecdótico-conceptual con la citada Hierro-3, con una mayor indagación en el auto exorcismo experimentado por Daniel hacia el final del filme. Resulta esto en climática liberación de sí mismo, tras libar una última vez la savia de la reivindicación, aprestándose gozosamente al sacrificio que da sentido a su existencia.
  La metáfora visual del periplo por el laberíntico túnel, especie de útero donde el “topo” abandonará su huraña naturaleza para renacer liberado, quizás parezca por instantes forzada, demasiado explícita, resultando cierta tozudez del realizador por insertar el elemento fantástico que matiza con frecuencia la obra de Kim (La Isla, El Arco, Tiempo), al precio de resentir  la organicidad de la trama, sin que esta ruptura dramatúrgica deje de resultar agradable sorpresa. Poco necesario es el intertítulo que explicita la indefinición temporal de esta experiencia psíquica, algo ya bastante conseguido con la degradación de la figura de Daniel (ropa ajada, cabello y barba crecidos).
  La guarida… que Ureta se atreve a despejar desde códigos fílmicos poco usuales para la cinematografía cubana, consigue establecer, sin la vacua alharaca exótico-paisajística de la reciente Marina, una orgánica fábula minimal sobre la esperanza y la autotrascendencia, ganando “con el morir la vida”. Asumida es ésta como enjundiosa experiencia, mesurada por la intensidad de las emociones puestas en juego, por la capacidad de asumir riesgos, de bregar por la felicidad (una vez perdida, quizás nunca encontrada), por la realización, nunca valorada por la monótona sumatoria de años sobre las costillas. Es, tras la aparente gelidez que pudiera extrañar al receptor no avisado, cálido alegato sobre la autorrealización y el más bello renacer de las cenizas del holocausto voluntario.