jueves, 10 de noviembre de 2011

La guarida del topo: Kim Ki-duk tropicalizado (y de buena manera)

Por: Antonio Enrique González Rojas
  La hermeticidad expresiva de casi gélidos caracteres, bajo cuyos exoesqueletos impasibles (extrañados casi por completo de cualquier posibilidad de cálida empatía con el receptor) subyacen telúricos pasados y emociones, menos que sugeridas, presentidas; reales crisálidas que han generado gruesas cubiertas para proteger la delicada médula, mil veces herida. Tales características son  axialidades fundamentales en la obra del cineasta surcoreano Kim Ki-duk (La Isla; Adress Unknown; Bad Guy; Hierro-3; El Arco; Tiempo; Primavera, verano, otoño, invierno…y primavera), pletóricas las cintas de misantrópicos e introvertidos seres: mujeres abusadas, amantes obsesivos, solitarios vagabundos, doncellas celadas en extremo, madres abandonadas, todos altamente mutilados sentimentalmente, de sentimientos bloqueados o reprimidos por agresivos entes externos, sedientos de redención.
  El intenso silencio; el pausado ritmo de las rutinas gestuales; el universo de sentidos de que está dotada cada acción, corriente hasta lo prosaico; la indagación íntima en las profundidades del alma a partir de sutiles e extensos  flirteos entre cámara y personaje; la historia minimal que no repara en subterfugios y viaja de inicio a fin como veloz flecha lanzada desde tenso arco; pinceladas fantásticas hacia el clímax de la historia, son varios de los principales recursos narrativos y estéticos de los que se vale el singular autor asiático, para articular su más de una docena de piezas.
  Tal algoritmo de creación fue asumido por el realizador cubano Alfredo Ureta (nombre sólido dentro del panorama del video clip de factura nacional), en la elaboración de su segunda entrega fílmica, intitulada La guarida del topo (2011), el más reciente estreno del circuito ICAIC, la cual viene a continuar la línea intimista de la cinematografía criolla, con títulos como Reina y Rey (Julio García Espinosa, 1994), Madagascar, Madrigal (Fernando Pérez,1994 y 2007), La Pared (Alejandro Gil, 2006), La edad de la peseta (Pavel Giroud, 2006), Marina (Enrique Álvarez, 2011), pero remontando un sendero discursivo diferente, apostando por el minimalismo extremo en argumento, narración, personajes, actuaciones.    
  Minimalismo que propicia la amablemente voyeurista intromisión, más bien participación, que de la intimidad más recóndita de los personajes hace el espectador, partícipe del ejercicio de protección contra sí mismo y su pasado, ejercitado diariamente por el personaje principal de Daniel (Néstor Jiménez), auxiliado por la rutina minuciosamente descrita en las primeras secuencias. Rutina sepultada con cada día de trabajo-alimento-artesanía de alambre-autosatisfacción sexual, que ejecuta este ser, congelado voluntariamente en la Cuba de los 1980, con sus chancletas de recia goma, la anacrónica “carne rusa” que parece almacenada con tesón de hormiga durante décadas, el mobiliario de mimbre, el TV soviético en blanco y negro y el radio VEF, donde sintoniza cada día el tema No puedo ser feliz, de Adolfo Guzmán, interpretado por Bola de Nieve, suerte de innecesaria redundancia en la infelicidad del personaje. Pudo haberse obviado también la débil explicación que el tío Raúl (Héctor Hechemendía) da sobre el mutismo de la abusada Ana (Ketty de la Iglesia), en sintonía casi epigonal con la protagonista de Hierro-3 (2004), sin caer en dañinos mimetismos.
  Fuera de estas ingenuidades del guión, nada perturbadoras, La guarida… articula una suave anécdota sobre la revivificación (aunque sea momentánea), de la esperanza en la árida vida de seres marginales no en lo estrictamente social, sino recluídos en el downtown del espíritu, resignados a no vivir, estableciéndose estrecha concomitancia anecdótico-conceptual con la citada Hierro-3, con una mayor indagación en el auto exorcismo experimentado por Daniel hacia el final del filme. Resulta esto en climática liberación de sí mismo, tras libar una última vez la savia de la reivindicación, aprestándose gozosamente al sacrificio que da sentido a su existencia.
  La metáfora visual del periplo por el laberíntico túnel, especie de útero donde el “topo” abandonará su huraña naturaleza para renacer liberado, quizás parezca por instantes forzada, demasiado explícita, resultando cierta tozudez del realizador por insertar el elemento fantástico que matiza con frecuencia la obra de Kim (La Isla, El Arco, Tiempo), al precio de resentir  la organicidad de la trama, sin que esta ruptura dramatúrgica deje de resultar agradable sorpresa. Poco necesario es el intertítulo que explicita la indefinición temporal de esta experiencia psíquica, algo ya bastante conseguido con la degradación de la figura de Daniel (ropa ajada, cabello y barba crecidos).
  La guarida… que Ureta se atreve a despejar desde códigos fílmicos poco usuales para la cinematografía cubana, consigue establecer, sin la vacua alharaca exótico-paisajística de la reciente Marina, una orgánica fábula minimal sobre la esperanza y la autotrascendencia, ganando “con el morir la vida”. Asumida es ésta como enjundiosa experiencia, mesurada por la intensidad de las emociones puestas en juego, por la capacidad de asumir riesgos, de bregar por la felicidad (una vez perdida, quizás nunca encontrada), por la realización, nunca valorada por la monótona sumatoria de años sobre las costillas. Es, tras la aparente gelidez que pudiera extrañar al receptor no avisado, cálido alegato sobre la autorrealización y el más bello renacer de las cenizas del holocausto voluntario.         

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