viernes, 14 de octubre de 2011

Bufo(n) de guayabera y yarey. Apuntes sobre la representación del campesino en la TV Cubana


  A partir de las consabidas limitantes gnoseológicas del ser humano, que le impiden aprehender y apreciar a sus propios semejantes en toda su multidimensionalidad cultural, es tendencia inherente al homo sapiens, reducir los individuos, grupos, comunidades, organizaciones, naciones o continentes, ajenos de alguna manera a la cosmovisión propia, a estereotipos homogeneizadores y peyorativos, casi siempre degradados respecto al rasero.
  De ahí que el sistema cotidiano de representaciones, tanto personales como mediáticas, haya sumado a sus códigos las más diversas estereotipaciones: África es mencionada comúnmente como un país, no como continente, integrado por múltiples naciones y culturas; en Cuba era común (y de cierta manera aún lo es), bautizar como “gallegos” a todos los españoles residentes o visitantes, en desmedro de la multinacionalidad de la nación ibérica, donde conviven idiomas y dialectos diversos. Se cataloga como “chino” a todo los originarios del Lejano Oriente, de ojos rasgados, sin reparar en las enormes diferencias,  incluso físicas, existentes entre un japonés y un camboyano, entre un vietnamita y un filipino. Ucranianos, georgianos, bielorrusos, armenios y demás naturales de las antiguas repúblicas soviéticas, eran catalogados como “rusos” durante las décadas de 1960, 70 y 80. Peor aún, “extranjero” ha alcanzado en Cuba categoría de gentilicio, extremadamente aglutinador. El regionalismo que dio al traste con varias guerras independentistas, pervive en la actualidad, con la estigmatización de los habitantes de la región más occidental de la Isla: los “pinareños” bobos; y de los nativos de la zona oriental: “palestinos” repelentes, o sea, inmigrantes indeseados en la capital civilizada, dolorosamente equiparados con el sufrido pueblo Palestino, en cuya causa Cuba milita de principio.  
  Más temprano que tarde, los estereotipos se subliman en caricaturas, hipérboles ridículas que grupos humanos hacen de otros grupos, divergentes y marginados por dinámicas de poder. Así, la occidental raza caucásica o blanca, autoproclamada cúspide evolutiva del ser humano, hasta los extremos del arianismo nazi, ha tendido a ridiculizar desde la visualidad grotesca y farsesca, a las “razas” o comunidades “inferiores”. En la gráfica pop (dígase el cómic, la cartelística publicitaria, los dibujos animados) era común, hace apenas medio siglo, representar a los personajes negroides como simios cabezones, de labios abultados más grandes que el propio rostro; pies, manos y ojos desproporcionados hasta lo simiesco. Los asiáticos de ojos rasgados eran igualmente enanos dientones, de bigotillos finos, casi siempre con espejuelos, embutidos en trajes mandarinescos (pervive esto en animados cubanos contemporáneos, como las nuevas aventuras de El negrito Cimarrón, donde aparece el personaje Chang Pu, y una esclava “mudita” de aspecto simiesco). En la propaganda antisemita alemana y europea en general, los judíos aparecían igualmente como hobbits narigudos, avarientos. Luenga es la enumeración de las mil y una maneras empleadas por los humanos para ridiculizarse unos  a otros.
El Guajiro: cuarta pata de la mesa bufa
  Una de las manifestaciones artísticas nacionales donde la estereotipación caricaturesca alcanzó altas cotas, fue el Teatro Bufo, con su Negrito, la Mulata y el Gallego, amén de que el primero y la segunda representaban muchas veces la resistencia nacional contra la invasión foránea figurada por el gaito, o bien la absorción de este por la cultura popular criolla. Como sea, el cuadro costumbrista se basaba en una simbólica reducción de áreas sociales cubanas.
  Si bien a este género poco se apela en la actualidad, a no ser desde la remembranza de Pous, Arredondo, Candita Quintana, Alicia Rico y otras figuras inolvidables de la escena criolla, sí ha permanecido el espíritu burlesco de “sana” discriminación, desde nuevas recodificaciones, entre las que descolla el campesino o “guajiro”, individuo hacia el cual se vio desplazado el instinto estereotipador del cubano, una vez reivindicada la piel oscura y los gallegos perdieran las bodegas.
  Fomentada en Cuba la cultura urbana como rasero predominante del desarrollo, del triunfo personal y social, legitimados los métodos científicos en detrimento de la empiria campesina, confundido muchas veces el típico bohío (adecuado para las características climáticas de la campiña, patrimonio de los verdaderos cubanos, los aborígenes) con miseria a desplazar rotundamente con el hormigón, se reforzó la concepción del campesino como sujeto social retrógrado y obtuso.
  Devino entonces ridículo fantoche costumbrista, que resultó presa segura del humor, desde la aparición de populares personajes como el Melecio interpretado por Reinaldo Miravalles en la pequeña pantalla de los 1980, pintoresco individuo pletórico de hábitos y conductas burdas, violentas, machistas, iletradas, carente de modales y altisonante acento, de cuyas fricciones con la civilización citadina, surgía la chispa carcajeante. Poco pudo contra este estereotipo burlesco, el rol de Pedro Cero Porciento, encarnado paralelamente por el mismo actor en el biopic De tal Pedro tal astilla (Luis Felipe Bernaza, 1985), donde se apeló a una representación más decorosa de los ganaderos cubanos, y la continuidad generacional del oficio familiar.  
  El personaje humorístico de Miravalles contó entonces con la sólida contrapartida femenina de Eloísa Álvarez Guedes, actriz que sufrió cierto encasillamiento en los personajes de guajira feijóosiana, interpretados indistintamente en cine, televisión y teatro   
   Mas fue Melecio, quien se erigió en modélico pilar del humor audiovisual y escénico cubano, emulado con pocas variaciones por otros actores desde inicios de la década de 1990, cuando en la “azotea” del programa semanal Sabadazo, hizo su entrada triunfal Antolín el Pichón, con el cual el humorista manaqueño Ángel García, alcanzó fama perenne entre los grandes públicos.
  Allende la innegable comicidad desplegada por este personaje, no es muy difícil leer entre líneas, sobre todo en las primeras etapas del programa, la violenta caricatura del campesino como patético émulo de la cultura urbana. Asfixiado el orgullo de ser y pertenecer a un entramado sociocultural tan válido como cualquier otro, tórnase el guajiro en sujeto en crisis, anhelante de mimetizar al sujeto urbano, de transformarse y travestirse acorde los cánones consensuados de legitimación social, cual camaleónico Zelig (1983), concebido por Woody Allen, o la rana auténtica de Monterroso, que se automutila con tal de ser aceptada, para finalmente saber a pollo.
  Antolín deviene grotesco figurín con veinte años de atraso respecto a la moda y los modismos citadinos, inconsciente de sus calamitosas imagen y conducta, que lo alienan tanto del contexto en el que quiere encajar, como del que proviene, cayendo la pelota en tierra de nadie. Contrastaba el Pichón con un más efímero Matute, asumido por Ulises Toirac como suerte de bobalicón ratón del campo, que visita ocasionalmente al ratón de la ciudad. El atuendo más convencional de guayabera y yarey, salva un poco la dignidad que el aturdimiento socava.
  Paralelo a un Antolín ya más sofisticado, y por tanto apocado en el gracejo de sus parlamentos y acciones, el guajiro bufo remonta en la TV Cubana con la aparición en el programa Deja que yo te cuente, de los sketch seriados La divina estampa, donde se eliminan las tribulaciones del campesino en la ciudad, ubicándose íntegramente las acciones en el ambiente rural.
 El Pipo Pérez interpretado por Osvaldo Doimeadios, el Urbino de Nelson Gudín, y la Arturita de Yerlín Pérez, junto a todos los personajes secundarios que ayudan a redondear el cosmos bucólico, donde se desarrollan plenamente los distintas conflictos, no renuncian al hilarante humor, al golpe de ingenio, a la pincelada absurda, (el sombrerudo Fernández, interpretado por Carlos Gonzalvo, parece extrapolado de un material de Monty Python), garantes de la rápida empatía e identificación entre personaje y receptor. Pero es evitada, con bastante éxito, la representación conmiserativa del ente desarraigado y lastimosamente esnobista, subyacente en Antolín. La divina estampa se inclina más bien al discurso del otro, al desarrollo del sujeto en su contexto, al estilo de las fabulaciones de Samuel Feijóo y su Pueblo Mocho, del Juan Candela de Onelio Jorge Cardoso, de La Odilea, de Francisco Chofre, o de los personajes de Mario Brito. Es una esfera vital autosuficiente, de imaginario y dinámicas auténticas, lo cual permite ampliar el diapasón más allá de la mera mofa del guajiro bruto, hacia conflictualidades generacionales, amatorias, sin invasiones simbólicas externas que denigren la dignidad del ser cultural, en concomitancia con el teleplay de sesgo fantástico Un cuento de camino, una de las producciones nacionales donde el contexto campesino clásico ha sido mejor caracterizado.
Guajiros naturales
  Aunque la recurrencia al campesino cubano, su imaginario y su contexto, es más común en el terreno humorístico, otras obras televisuales han asumido la recreación de los universos no citadinos, como la teleserie Cuando el agua regresa a la Tierra, donde el equipo de realización emprendió la “conquista” de la Ciénaga de Zapata, para filmar en su propio terreno una historia de pasión, reencuentro, remembranza y empatía generacional, soportada en las exquisitas e inolvidables interpretaciones de Manuel Porto, Salvador Wood y Broselianda Hernández, cuyo lucimiento fue fomentado en gran medida por las diestras direcciones actoral y de arte, un orgánico guión que salvó con éxito cualquier postura panfletera o didactista, que atentara contra la humana y casi íntima historia, hacia la que retornaba en esos inicios de la década de 1990, el dramatizado cubano.
  Al estilo de novelas como El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, que recrea la vida esquimal desde la empatía y no desde el exotismo, el televidente se adentra, al visionar los capítulos, en una orgánica recreación de la cotidianidad y los conflictos de los cenagueros, a la larga, humanos en pugna por hacer valer sus predicamentos, sobrevivir adversidades, bien desde la ética, bien desde la amoralidad, sólo que formados en una realidad otra, válida como todas.
  En cuestiones de recreación contextual, merece otro palmarés la teleaventura Hermanos, western aplatanado en el campo cubano de 1868, inspirado en los forajidos hermanos Frank y Jesse James. De cuidada factura la ambientación y vestuario, signados todos los apartados por la excelencia, la serie igualmente validó el contexto campestre como escenario propicio para desarrollar historias contundentes con caracteres lo suficientemente enjundiosos.
   Con menos suerte corrieron miméticas producciones posteriores como Los Tres Villalobos, donde una mala mixtura de elementos western y campestres cubanos, dio al traste con la verosimilitud de la puesta, protagonizada por héroes de jeans, botas tejanas relucientes y pelo engominado, cabalgando y disparando a troche y moche en medio de ajena manigua.
 Con gran éxito vadeó estos estereotipos otro de los personajes icónicos del guajiro audiovisual cubano: el tullido y cascarrabias Silvestre Cañizo, hito indeleble en la carrera del actor Enrique Molina, y en la telenovela cubana de conjunto, complementado por una Justa de Alina Rodríguez, en estado de gracia, con la cual protagonizó otro de los más inolvidables duetos amatorios trágicos del medio. Suerte de corajudo Quasimodo rural, Silvestre ha sido uno de los héroes más singulares del género, equiparado con el Rigoletto interpretado por José Antonio Rodríguez, en Las impuras, basada en la novela homónima de Miguel de Carrión.
  Más allá de la ficción audiovisual, donde las licencias creativas de cada autor y actor, garantizan un margen de permisibilidad a cada obra y personaje, el campesino cubano adolece igualmente de estereotipación pintoresquista en otros espacios concebidos, en principio, para reivindicar la cultura campestre nacional, como el clásico Palmas y Cañas.
  Además de la recurrente presencia de Antolín en las emisiones, suerte de irónica jugarreta, donde los guajiros se ríen de ellos mismos, abrazando el estereotipo del sujeto en crisis; la dirección de arte del programa ofrece una envejecida visualidad de modelos encartonados dentro de guayaberas gigantescas, pañoletas escarlatas igualmente desmesuradas, y carnavalescos sombrerones, interactuando con muchachas maquilladas para cabaret, engalanadas con estilizados batones cubanos. Nada más lejos de las dinámicas de vida y la visualidad del campesino cubano actual. El programa perpetúa más bien la criticada imagen de caricaturescos y contemplativos  agricultores, aparecidos en producciones cinematográficas añejas como El romance del Palmar o La renegada (Ramón Peón, 1939 y 1951). Enmarcado es todo en una escenografía poco creativa, compuesta por bohíos de vodevil sobre reluciente piso de losas, y todo tipo de plantas trepadoras que ofrecen equívoco aspecto de jardín, no de campiña.
  Igual estetización costumbrista de plegable turístico, donde la tradición y esencias culturales se simplifican en la visualidad básica, fue asumida en la construcción de la imagen comercial del fallecido intérprete y compositor pinareño Polo Montañés. La hipertrofiada guayabera, el sombrerito de yarey, y una sonoridad de equívoco bucolismo, donde el kitsch lírico se arropó en la oportuna tabla de salvación del naif, singularizaron no obstante, a este músico dentro de un contexto de la música popular cubana, definido y protagonizado por la sofisticación pop del timbero, el reggaetonero y el meloso romántico, todos productos de la urdimbre urbana. Su éxito entre públicos mayoritarios, contribuyó un tanto a la revalidación del guajiro autóctono, capaz de ganar un nicho privilegiado en la farándula regida por patrones metropolitanos.     
  El campesino, sujeto social subestimado en casi todo el mundo desde la prepotencia citadina, autoproclamada medida de todas las cosas, se balancea entonces, en el audiovisual televisivo cubano, entre la subestimación burlona y conmiserativa, y la brega por legitimar la campiña (llana, montañosa, cenagosa, cañera, ganadera o agrícola variada), como válida área social, sostenida en un sistema de relaciones vitales coherentes, para nada requeridas de alfabetización ni conducción del buen salvaje Viernes, por un Crusoe que lo ilumine hacia la superpoblada civilización de hormigón.         

 
    
     
 
   

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