jueves, 20 de octubre de 2011

Periodismo cubano: el pensador que observa

Hurgando en hojas apolilladas de pasado, donde pocos se deciden o siquiera les importa buscar causas del presente, encontré estas pesimistas palabras en el breve artículo El Observador, escrito por el profesional cubano de la prensa Eduardo González Manet, para El periodismo en Cuba. Libro conmemorativo del Día del Periodista (La Habana, 24 de octubre de 1935, p.36), volumen publicado durante la coyuntura revolucionaria generada en Cuba tras el derrocamiento de la dictadura del general Gerardo Machado: “La incertidumbre, el dolor y la desesperación, no pueden llevar a los pueblos más que al suicidio que realizan --igual que los hombres-- como la única forma de protesta a su alcance, contra las adversidades del destino, o como la única forma de alcanzar una inapelable liberación. Y, en esta hora, ¿qué puede hacer el pensador que observa, el periodista que “anota”, y que siente y que padece como miembro de esa sociedad y también en orden a su sagrado ministerio, tan respetable como el que más, si no es un mimetista vulgar o un simulador, desvergonzado, con alma de… funcionario?
¿Callar? No es su deber. ¿Hablar? Hablar ante la tormenta que se lleva sus palabras, como se lleva el viento las hojas que sacude y arranca de las ramas de los árboles, es tanto como disertar en las soledades del desierto, ante las pirámides inconmovibles”.
Estas líneas delatan la gran soledad que constantemente amenaza quebrar las alas del periodista consecuente consigo mismo; con la sociedad en que vive y sobrevive, tapando los oídos ante decadentes cantos de sirenas, apostadas las vacuas beldades en ilusorio paraíso. Perturbado por la sensación de inutilidad que sobrevenía ante la publicación de cada artículo, entrevista, reportaje, comentario, aplaudidos todos por un silencio donde sólo resuena la adarga quebrada entre las aspas del molino, el viejo periodista se reconoció inútil ante la sombra del monolito, se reconoció mecenas condenado al sacrificio por pecados de los otros. Pues aunque la tormenta brame hasta ensordecer, tiene que seguir hablando, escribiendo, filmando, opinando.
Pagado el obligado precio por militar en la primera línea de la avanzada: servir muchas veces de carne de cañones reaccionarios y retrógrados, al periodista responsable (que por responsable nunca se entienda la cautelosa esquiva ante asuntos espinosos, sino la aguda y erudita exégesis de las problémicas, ya que “la prensa no es aprobación bondadosa o ira insultante; es proposición, estudio, examen y consejo”, según dice José Martí en su artículo Escenas mexicanas, Revista Universal, México, 8 de julio de 1875), sólo le resta cimentar el terreno para las ideas promotoras de la obligada evolución de toda dinámica histórica, delatada la total circunstancialidad del presente, colimada la mira en la sociedad, en la Patria a la que uno se debe.
Sólo el futuro investirá de tardío, pero no menos importantes poder, prestigio al apostolado periodístico, condenado a enunciar entre tinieblas la llegada de la Jerusalén Celestial (o su falsedad) muriendo siempre a su umbral. Sergio Carbó escribe en La Decadencia del Cuarto Poder, otro texto compilado en el citado libro (pp. 100-101), que la prensa, “para ser indiscutiblemente un poder, tiene que tener detrás de sí a la nación, como los gobiernos, para poder gobernar (…) necesitan enraizarse en la entraña popular, más fecunda y más sólida que los sectores, (…) y los programas de grupo, cosas transitorias, artificiosas y rígidas, condenadas a hundirse en la existencia ondulante de la colectividad. La Prensa mediatizada y subrogada a lo que en la vida de la patria (sic) es circunstancial, es un poder de irrisión”. Y la carcajada del silencio histórico que premia a estos moderados amanuenses de las conveniencia coyuntural es peor que la burla ruidosa de la incomprensión del presente, cual lobo terrible que devoró al silencioso niño espartano. Por eso el poeta estadounidense Edgar Lee Masters, en su poema Dorcas Gustine (Antología de Spoon River, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2007, p. 80) llama a deprenderse al lobo “por la fuerza/ y luchar con él abiertamente, incluso en plena calle,/ en medio del polvo y los aullidos de dolor./ La lengua puede ser un miembro indócil,/ pero el silencio envenena el alma. (…)”

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