jueves, 20 de octubre de 2011

Seres ¿humanos?

Por: Lilién Aguilera González

No pretendo rozar la utopía o la anquilosada imaginación al idear niñas de batas rosas y cintas de colores, sentadas a la sombra de los jardines, en justa gloria al archiconocido calificativo “edad de la inocencia”. Agua merecida para mis sentidos fantásticos fuera de época.
Cual resultado de su contexto y de la indetenible evolución social, no siempre renovadora, los evidentes cambios generacionales obvian costumbres arcaicas en las relaciones familiares.
El exceso de formalismos, la vedada intervención de los menores en las conversaciones de los adultos, y la extrema utilización de las normas de cortesía entre parentescos, fueron sustituidos por normativas menos convencionales y melosos apelativos. De igual forma desapareció la sacralización paterna dada por el pedido de la bendición cada noche antes de dormir. Cuán exagerados pudiesen parecer costumbres y hábitos alejados de la desmemoria.
Las eliminadas distancias entre padres e hijos favorece la interacción en consecuencia a orgánicas relaciones interpersonales, fomentadas en el respeto calado de confianza. El éxito en la convivencia familiar propicia la funcionalidad educativa y formativa, de la ya declarada en vetustas bibliografías, “célula fundamental de la sociedad”.
La educación es por tanto un acto de trascendencia social. La concepción oportuna de los descendientes superan los preparativos económicos, físicos o ideológicos. Los progenitores requieren de la gestación educativa básica para garantizar un coherente desenvolvimiento social de sus sucesores.
De esta forma, cada individuo carece de responsabilidad propia frente a las normas de comportamientos y conductas, establecidas en la infancia por sus parientes.
Educar durante el apogeo globalizador en la segunda década del siglo XXI, pudiere constituir labor frenética de inquebrantables. Aunque las condiciones económicas limiten a muchos estados la implementación urgente de las actualizadas tecnologías, sólo unos pocos primates preservan la inmunidad frente a la avalancha hipnotizadora.
La nación cubana circunda en el glamour de la flamante telefonía celular, touch panels, DVD's, HDD players, I-pods y I-phones, todos los MP posibles, y cuantas supuestas deidades favorezcan la esfera comunicativa a costa de la desnaturalización.
El cubano atesora el salario cada mes, negocia objetos en desuso, intercambia y regatea, en franco honor al verbo “luchar”, (calificativo inseparable de la identidad cubana), para la exhibición en un espacio privilegiado, sobre el estandarte glorioso, del apetecido trozo de plástico.
Desde su pronunciado podio, el artilugio muestra esta vez, entre saltos propios de las grabaciones realizadas por cámaras digitales domésticas, y desajustes característicos del escueto programa de edición movie maker, una producción, más que independiente, “casera”.
Una pequeña se estremece, literalmente, en pañales desechables, al unísono del sicalíptico background reggaetonero, en evidente imitación del típico video clip promotor del género. Rodeada de aplausos y coros obscenos, la sudorosa niña varía coreografías, mientras los caracteres en pantalla aclaran: “para que veas que los cubanos somos los más parranderos”.
Es frecuente testificar loas eufóricas, originadas por el aprendizaje de vulgaridades añadidas al escaso glosario, como acompañantes fieles de los habituales primeros vocablos “mamá-papá”.
Para Aloyma Ravelo, especialista en temáticas sobre sexualidad, mujer, adolescencia y familia, un menor cercano a los dos años de edad, es capaz de asimilar información determinante en su proceso formativo como individuo.
Es por tanto esencial el aprendizaje a edades tempranas, y decisivos los patrones de conducta incorporados, cuya modificación es casi inexorable. La búsqueda de supuestos culpables requeriría de una investigación basada en el análisis profundo del árbol genealógico.
Los adultos actuales y sus antecesores constituyen los únicos responsables en la asimilación de hábitos obscenos, alentadores de comportamientos degradantes. La educación no se basa en impeler regulaciones preestablecidas e impensadas, fuera o no del contexto, requiere del crecimiento espiritual e intelectual, si al menos el objetivo es formar seres humanos.

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