jueves, 20 de octubre de 2011

Nicanor del Llano, qué buena gente...

La sátira y parodia social son prácticas comunes en el arte mundial durante milenios, como primado modo catártico de las comunidades humanas para purgar de su conciencia los demonios del desmán político, el abuso de poder, la injusticia, la miseria, el control excesivo; modo muy seguro de disentir, sin riesgos reales de represiones violentas y/o censuras severas. Utilidad esta última apreciada por los núcleos de poder, como sutil modo de control del descontento: leve grieta en el muro, que evita la acumulación de excesivas masas acuosas, cuyo volumen constreñido termine por derruir la presa. Si bien muchas de las obras y personajes ficticios adscritos a esta tendencia han sufrido igualmente el silenciamiento forzoso, cuando acorde las circunstancias derivan de meros bromistas ácidos, a promotores virulentos de inminentes revoluciones.
Los títeres europeos Guignol, Kásperle, Punch & Judy, Polichinela; los cubanos Liborio, El Bobo, El Loquito, Pucho, y más recientemente el televisivo Profesor Mentepollo, han devenido en cada momento espacio-temporal, icónicos representantes de la conciencia multitudinaria, cuya rebelión latente engrosa en los acervos, con cada frustración de no encontrarse representado, de no escuchar su propia voz. Devienen personajes plurales hasta la locura, donde siempre cabe una faceta epocal, social, personal. Son populares a ultranza, atalayas atentas a toda vuelta de tuerca practicada por los engranajes del poder, para levantar enseguida la nueva esquina de la alfombra donde se acumulan los detritos y cuitas.
Emprenden tales entidades acres críticas contra todo lo sacralizado, contra todo símbolo investido de autoridad o instrumentalizado por la autoridad para justificar y fomentar sus estrategias y objetivos. Se comienza a escribir la historia de la estupidez humana, a derribar pilares del fundamento, quebradizos estos por soplar sobre ellos los resecos vientos de la gloria. Todo se delata susceptible de relativización, empalados todos los amables fantasmas del pasado (y del presente), con varas afiladas de sorna y chanza, azotados con denuedo entre los tintineos de cascabeles furibundos. Reveladas quedan sus vergüenzas, desaparecido el acato, al menos de las mentes, si no de las voluntades.
En la época postmoderna que toca vivir, todos los paradigmas con ínfulas de perdurabilidad estallan, para bien y también para mal. Para mal, cuando se articulan discursos hueros, que desdibujan todo significado (incluso progresista, de rebelión), a favor de perpetuar el stablishment desde la alienación de todo. Estallan para bien, cuando se erige una nueva prédica, nacida de entre las cenizas de la hoguera, donde ardieron cánones y vanidades. Resulta un alegato del cambio perpetuo, a favor de la revolución perenne, con ciertos matices anárquicos, alertas ante todo lo que amenace quiste. Del desafío han emergido siempre las vanguardias y las corrientes alternativas (contraculturas), desde la desconstrucción de las mamparas kitsch que ocultan y hasta niegan toda fetidez, delatora de imperfección. Del desenfadado y lúdico cuestionamiento emerge gran parte de la obra audiovisual del también escritor, dramaturgo, guionista y actor cubano Eduardo del Llano (Moscú, 1962), realizador, entre otras obras, de la decena de cortos protagonizados por su alter ego continuamente pluralizado, Nicanor O’Donnell.
Del Llano se ha definido dentro del humor escénico y literario nacional, desde finales de la década de 1980, por su participación decisiva en el grupo Nos y Otros; por libros como Aventuras del Caballero del Miembro Encogido, Tres, Cuentos de Relaxo, Los doce apóstatas, Un libro sucio, Basura y otros desperdicios; por los guiones de filmes que han marcado de alguna manera la faz de la cinematografía cubana, como Alicia en el pueblo de Maravillas, Kleines Tropicana (Daniel Díaz Torres, 1991 y 1997), La vida es silbar, Madrigal (Fernando Pérez, 1998, 2006), y Perfecto amor equivocado (Gerardo Chijona, 2004), filme donde su icónico personaje de O’Donnell, encontró adecuado recipiente en el actor Luis Alberto García (Hijo), para encarnarse definitivamente en este mundo desde su universo bidimensional de papel, tras un primer intento no consolidado con Carlos Cruz, en Kleines…
Aunque el escritor del filme de Chijona no se adscribió directamente al nombre del personaje, a diferencia de los sempiternos Ana y Rodríguez, sí se definieron a cabalidad sus principales rasgos caracterológicos, volcados ya en el primero de los diez cortometrajes realizados hasta ahora: Monte Rouge (2004), ácida sátira sobre el pragmatismo maquiavélico del poder, más allá de la referencia socarrona e irreverente a los servicios secretos de la seguridad estatal. Es suerte de ardiente girasol sesentero, sembrado en el cañón del tenso fusil.
Inspirada en un cuento, casualmente escuchado por mí hace más de un lustro en la Facultad de Comunicación de la UH, donde del Llano leyó y habló de su obrar, la pieza en cuestión delata signos estéticos que en lo adelante también definirían la factura de los audiovisuales «del llanianos»: preeminencia del diálogo, muy literario, pletórico de referencias cultas, caústica ironía, en consecuencia total con la obra impresa protagonizada por Nicanor, redundante esto a veces en cierto acartonamiento de las interpretaciones, constreñidos los actores por parlamentos muy largos, o no lo suficientemente orgánicos, aunque los guiones ganan en agudeza hasta llegar a la casi sublimada Brainstorm (2009), suerte de cúspide (hasta ahora) de la franquicia, legitimado con varios galardones a escala nacional e internacional, que consiguieron remontar el silencio mediático cernido sobre estas obras y este obrar.
Común es la participación del director, encarnando personajes secundarios: ya sea el escueto técnico de Monte…, el agrio padre de Photoshop (2006), el apocado dirigente de Intermezzo (2008), el obtuso Rojas de Brainstorm, o el incauto funcionario de Exit (2011), que no sabe pronunciar Pompidou. Siguie la senda de los ingeniosos cameos hitchcockneanos, o las más extensas presencias de Tarantino, sin llegar al ególatra protagonismo de W. Allen. El tema compuesto por Frank Delgado, originalmente interpretado por el cantautor en el piloto Monte Rouge, ha variado en la voz y arreglo de otros músicos como William Vivanco, Dionisio (Zeus), Fernando Bécquer, Carlos Varela…
No busca del Llano una regularidad formal; varía mucho acorde los propósitos dramáticos y de experimentación de un cineasta en ciernes, desde la casi amateur cámara de Monte…, hasta el estatismo subjetivo de Homo Sapiens (2006), y el minimalismo de Pas de Quatre (2009) y Pravda (2010).
El elemento absurdo o fantástico, irrumpe algunas veces en los cortometrajes como chispazo delator del más grande absurdo de la situación presentada, dígase es la invasión alienígena que concluye Brainstorm, o el policía que emplea jerga de las novelas de Emilio Salgari en Pravda.
Al igual que en la literatura, deviene constante el travestismo de Nicanor, la extrema flexibilización de su carácter, contexto epocal y familiar, ascendencia, oficio, hábitos, filosofías de vida, sin violar su naturaleza de (anti)héroe casi trágico, hombre común, intelectual, filántropo iluminado incomprendido, obrero, trabajador de Cultura, pululantes todos por igual entre las masas anónimas, mudas, de a pie, concomitante con Josef K., Gregorio Samsa, Yuri Zhivago, Sergio Garcet, vapuleados, arrollados por cada bandazo de la sociedad. Comulga con estos personajes, por lo generalmente frustrante de su existir, sin abandonar el gracejo que lo acerca al más popular y mediático Profesor Mentepollo, devenido ícono pop, ente catártico que refleja «el (real) sentir del pueblo». Nicanor es mucho más íntimo, deudor de otras maneras de hacer humor, al chocarrero estilo de Monty Python y Les Luthiers. Pero deviene igualmente personaje crítico, conciencia malditamente lúcida de la sociedad, que busca mil y un intersticios para participar y validar sus opiniones divergentes, desacralizando rancias posturas, algoritmos rígidos, atacando los cimientos de la sociedad: la paranoia del poder (Monte… y Pravda), la anulación de la voluntad participativa real, cimiento de la amoralidad mal calificada como doble moral (Intermezzo), el analfabetismo funcional/conservador (Homo Sapiens, 2006), la reiterada represión de la bondad humana espontánea y sincera (Pas de…).
Nicanor O’Donnell, divulgadas sus venturas y desventuras desde la alternatividad a veces sobrelegitimadora (prohibir o soslayar algo es su mejor promoción), ha definido a Eduardo del Llano como uno de los nombres claves dentro de la cinematografía «independiente», definida no tanto por la producción no oficial, sino en cuanto a estética, frisando la categoría de «autor», con bastante acierto, sin llegar al sello ideoestético alcanzado por otro creador underground como Jorge Molina. Definido queda del Llano por la autenticidad del personaje axial de la franquicia y sus sólidos secundarios, como la némesis y antípodas que es Rodríguez (Néstor Jiménez) y los más circunstanciales Ana, Rojas y otros involucrados.
Definido está el Nicanor audiovisual por la consecuencia con el resto de la obra literaria y teatral de Eduardo, con su actitud desafiante del intelectual que cumple a cabalidad la tarea de inquietar, también de epatar, ¿por qué no?, y sobre todo de engendrar muchas preguntas, sin malograrlas con respuestas y fórmulas, pues cada receptor de las andanzas de este entre pluridimensional, deberá responderlas a su medida, imagen y semejanza. Engrosado queda el definido por Juan Antonio García Borrero como «discurso de la duda», pletórico de personajes cuestionadores, pesimistas, devotos del Nihil, desesperanzados, descolocados, que ya dejaron hasta de buscar hombres con sus lámparas, entre la multitud.

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