jueves, 20 de octubre de 2011

La eternidad del cambio universal y la estupidez humana

Albert Einstein presentó alguna vez, como únicas constantes eternas, el Universo y la Estupidez Humana, a lo que en época contemporánea, el cubano Enrique José Varona contrapuso, sin probable intercambio entre las dos personalidades, que lo único eterno es el Cambio. La aparentemente insalvable contradicción entre estas posturas, debido al absolutismo sentencioso que acusan, pudiera atemperarse en pos de articular una tercera verdad más completa. Pues si existe algo perenne en el ser humano, es precisamente las limitaciones en su cosmovisión, necesitada ésta de contrastar, diferir e integrarse con otros saberes, (emanados a su vez de contextos y prácticas diferentes) para desde la flexibilización de los estereotipos, vislumbrar los arquetipos gravitantes sobre las diversas aprehensiones que el ser humano hace de la metarrealidad.
Sociofilosóficamente hablando, el cambio pudiera definirse como el movimiento complejo/dialéctico de la individualidad y la colectividad humanas, hacia status coyunturales, cuyas únicas propiedades constantes son la mutabilidad y la finitud.
Todo ente singular o plural interactúa constantemente con semejantes dispares, divergentes no siempre antagónicos, y circunstancias externas a la responsabilidad humana, provocando fluctuaciones irrevocables en la cosmovisión y la praxis del (os) sujeto (s) de marras. Transita entonces hacia estados de cosas diversos, hasta la discordancia con, o negación de, las circunstancias iniciales, como éstas lo fueron respecto a sus propios antecedentes, y así ad infinitum. De ahí, la perpetua superposición y coexistencia de lógicas cosmovisivas otras, generadas por la conjunción irrepetible de circunstancias, en hitos temporales igualmente  irrepetibles. El poliedro de la metarrealidad es eterno en su asimilación de nuevas caras, cambia a cada saber agregado, a cada decisión tomada. Casi nada es desechable, en tanto es fruto legítimo de coyunturas auténticas.
Dichas constantes interacciones e interrelaciones causa-efecto, para nada lineales, cuya multiplicidad y simultaneidad son inconmensurables en sus reales dimensiones, someten, a su vez, toda cosmovisión humana a la relativización de sus cánones gnoseológico-culturales, sobre los que se fundamentan épocas, sistemas políticos, comunidades, instituciones, familias, individuos, hitos sedimentario todos de la tormentosa barahúnda de relatividades sobre la que navega la barca civilizatoria. Tan eterna como el Universo, será entonces la afluencia al redil social, de las llamadas subculturas o contraculturas (1).
Este movimiento dialéctico, expresado concretamente en el cambio, deviene entonces en ley metarreal, transhumana, aunque paradójicamente sea provocada por el obrar complejo, de los mismos individuos superados por ella. A fin de cuentas, la mariposa no tiene conciencia de haber provocado el tsunami. Su cumplimiento rebasa todo intento sectario por perpetuar determinado signo cultural, en detrimento de coexistentes y/o sucedentes, como expresión valedera. He aquí la eternidad del Cambio, apelada por Varona.
Resistencia al cambio
Una de las mayores limitaciones del ser humano, a la vez que propiedad definitoria de su proceder, es su innata incapacidad para reconocer su eterna incompletitud, incluidas las normas reguladoras de la vida sociomoral.
Incapaz de apreciar y aprehender el esquema general, el homo sapiens está genéticamente condicionado para responder agresivamente a las ignotas leyes que lo (a)baten, abatiendo su autoestima, delatando su incompetencia y merecedora del malthusiano exterminio. El instinto animal de supervivencia se sublima en macro-objetivo existencial de la especie, la cual busca prevalecer absolutamente sobre contextos y semejantes, como prueba óptima de su aptitud para existir. Claro, que esta piedra fundamental de la conducta humana ha sido enmascarada de mil y una maneras, hasta desdibujarse por completo a los ojos de los propios rectores o aspirantes al poder, en todas sus gradaciones. Recurren muchos al clásico autoengaño de poseer la verdad filosófica absoluta, de ser medida de todas las cosas, capaces unos pocos de pensar por millones. Aunque vale decir a su favor, que los millones, si fueran largados a su libre albedrío, al autogobierno utópico y responsable descrito alguna vez por Bellamy en su novela Loocking Backward (conocida en español bajo el título El año 2000), se enzarzaría la gran mayoría en variopintas pugnas, por ejercer voluntades a discreción, y coartar el derecho del prójimo a manifestar sus correspondientes, para finalmente retrotraerse el mundo al reinicio de las dinámicas tribales, a la agrupación y subordinación por intereses. Todo comenzaría de nuevo.
La prevalencia del núcleo de poder nacional (considérese incluso la plutocracia transnacional), de patriarca o matriarca sobre una familia, determina la consolidación de las respectivas autoridades morales y culturales, sobre los subordinados o descendientes. Cosmovisiones que, además de regular las dinámicas vitales, justificarán y asegurarán dichas autoridades para poner/disponer.
Legitimada como axis mundi, cualquier filosofía buscará transmigrar a las nuevas generaciones y comunidades culturales que surgirán alrededor del regente. Entes y entidades serán educadas, instruidas, moldeadas, instrumentadas, para contribuir a la replicación del sistema de valores establecido, y en última instancia para sofisticarlo, expandiéndolo hacia áreas autónomas bajo principios diferentes. Pocos poderosos educarán a sus acólitos y vástagos para reformar la tradición, hasta subvertirla en nuevas (supra)estructuras, para seguir los senderos infidentes del cambio. Pocos educan como evangelios vivos, que anuncian la peligrosa nueva de la liberación de la conciencia, siendo esta sólo un segmento de un gran diagrama, apenas presentido en las sombras (saberes) de la caverna platónica, y por ende, todas las posturas tienen algo de verdad, al menos el derecho de validación.
Este tipo de educación en el pensar, no conducirá obligatoriamente a la expansión de la conciencia, a la ascensión hacia planos abstractos, pero al menos formará en el respeto a la pluralidad cosmovisiva, en la heterodoxia que facilita una idea poco más exacta de la metarrealidad, del eterno Universo referido por Einstein. Esta educación preconizada por Luz y Caballero y el padre Varela, evitará la excesiva sacralización de modelos conductuales, o la axiomatización de ideas. Otro pensamiento, no mejor, pero sí diferente, es posible, y sobre todo, muy peligroso para la ortodoxia.
Y dicha ortodoxia la emprenderá contra todo peligro potencial para la solidez monolítica de su doctrina. He ahí la Estupidez mencionada por el reivindicador para el Occidente racionalista de la relatividad de las cosas. Cuando falle el condicionamiento cultural de las generaciones y subordinados, comenzará la represión. Cuando ésta falle, vendrá el maquiavelismo conciliador del decadentismo.
Manipulación del cambio
La decadencia de una civilización comienza cuando sus poderes de dominio cultural se perfeccionan tanto, que le permiten falsificar o inhabilitar las subculturas y contraculturas que constituyen su mecanismo adaptativo natural, cerrando así las vías de todo cambio (…)
(2). El instinto de conservación adquiere entonces la camaleónica habilidad de flexibilizar su corpus pragmático-conceptual, para prever y controlar la disensión en todas sus nuevas formas y expresiones, que no dejan de emerger de los procesos dialécticos ya descritos. Cual velocista Reina Roja conocida por Alicia a través del Espejo, el poder se lanza a una carrera desaforada para alcanzar, absorber y hasta inducir, los cambios de la realidad: desde la generación artificial de saberes en las comunidades culturales, articulando incluso in vitro, varios de estos grupos, y hasta las propias facciones disidentes.
Otro método más complejo es el desarrollo de meticulosas estrategias propagandísticas y de concienzuda zapa social, centradas en incentivar la ilusión de cambio perenne. Eternizando la coyuntura transicional de un poder a otro, se enmascaran los integrantes del núcleo preponderante como vanguardistas agentes del cambio, indiscutibles cúspides del movimiento social en un instante irrepetible de la historia, pero insostenible como definitivo estrato superior de una realidad demencialmente dinámica como la que vivimos, donde la incontenible  confluencia de factores y circunstancias, ya mencionada, redimensiona, supera y definitivamente  arcaíza toda cosmovisión de pretendidamente perpetua.
En el despliegue de su resistencia a reconocer los cambios sobrevenidos por las diversas dialécticas entretejidas fuera de su dominio, el núcleo de poder enrarece hasta la abstracción su postura, proponiéndola como mullido y plural nicho donde todos tienen el espacio soñado, donde es absurdo no acomodarse, donde es sencillamente insensato oponerse a la más pura encarnación del cambio. Cualquier alternativa contrapuesta al cambio abrogado (El Faraón era Ra en la Tierra, y contra el propio Dios no se podía luchar), no puede ser menos que filosóficamente negativo, carente de cualquier elemental derecho a existir fuera del artífice y medida de todos los cambios, dentro de cuyo seno absoluto son permitidos y fuera de este, imposibles de suceder. Fuera de esa esfera total sólo existe el vacío, donde levita abstracta maldad lovecraftiana.
El cambio se ve convertido en una entelequia instrumentada, antípoda de su verdadera naturaleza. Es reconnotado hasta el conservadurismo más virulento, que intenta perpetuarse desde la adaptación formal y hasta conceptual (hasta la total disolución de los principios ético-morales útiles para su gestión original, como meras herramientas), a las circunstancias que no dejan de variar fuera de su área de acción. Incluso cuando intente vetarlas, la propia naturaleza díscola del ser humano promoverá su disensión, hasta dentro de una campana de cristal. Sentirá el aguijón electrizante del dáimôn socrático, la experiencia vital agazapada en los genes, enrumbando por las disímiles vías del eterno cambio, el cual persiste en escabullirse entre los dedos con que la eterna estupidez humana intenta asirlo.
(1) En su libro El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2005. p. 17), el intelectual venezolano Luis Britto García apunta que así como toda cultura es parcial, a toda parcialidad dentro de ella corresponde una subcultura, para definir a ésta, unos párrafos más abajo, como un análisis de un aspecto nuevo y parcial de la realidad ambiental o social, y un conjunto de proposiciones para relacionarse con él. La subcultura se impone a medida que lo hace el grupo o clase que la adopta, hasta que, al llegar ésta a una posición hegemónica, la convierte a su vez en cultura dominante, usualmente con aspiraciones de someter a su dominador común a las restantes parcialidades culturales.
(2) Britto García, Luis: El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2005. p. 18

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